El término fallido, normalmente, se utiliza para definir a un estado que ha fracasado en su intento de configurar, con todas sus consecuencias, la consecución de esa construcción política. Las causas suelen ser varias pero una de las más características es la incapacidad de sus dirigentes para desempeñar la tarea para la que se postulan.
En este caso, el de España en estos momentos, por supuesto que no es un estado fallido, faltaría más. Lo que si son fallidos, incompetentes, egoístas, incapaces, ineptos son sus gobernantes. Con toda seguridad hay apelativos aún más denigrantes para aplicar, sin temor a la exageración, a nuestra clase política.
Las razones que me llevan a escribir estas líneas no son otras que las desgracias que la naturaleza está infligiendo de manera inmisericorde a esta tierra. Recientemente la DANA de Valencia. Actualmente los fuegos en media España. Ambos desastres no son homogéneos por supuesto. En la DANA la pérdida de vidas humanas, el bien más preciado, fue sin duda el hecho más doloroso, al margen de los cuantiosos daños económicos. En los incendios, hasta el momento de escribir estas líneas, las vidas que se han perdido, irremplazables en todo caso, son muchas menos.
Ambos desastres, salvando las distancias, tienen no obstante un punto en común. Ni entonces ni ahora, en mi corto entender, alcanzo a comprender la actitud ni de las Comunidades Autónomas implicadas ni del Gobierno Central. Me pregunto ¿Qué razones hay para que los presidentes autonómicos afectados no soliciten el nivel de emergencia tres? ¿Qué razones hay para que el Gobierno de la nación no declare el nivel de emergencia tres y hacerse cargo de la situación?
Es obvio que el Estado en su conjunto cuenta con muchos más medios que cada una de las comunidades tomadas individualmente. No es de recibo que tengamos recursos en estado de espera. ¿En espera de que? . En la DANA, es entendible que el impacto inicial no era evitable. Quizás pudo amortiguarse en alguna medida los efectos pero desde luego el control de la riada escapaba a cualquier acción humana.
Lo reprochable entonces, y ahora, es, una vez producido el desastre, la inacción del Gobierno de la Nación en los momentos inmediatamente posteriores a los desgraciados hechos. Llevamos diez días con incendios pavorosos arrasando nuestros montes, y en muchos casos viviendas y haciendas. Como la gestión de los montes entra dentro de las competencias de las comunidades autónomas que ellas se coman el marrón, si se me permite la expresión.
Hemos sido capaces de llevar tropas, vehículos, munición, comida, agua, hasta quirófanos, a lugares como Afganistan, Irak, el Líbano y tantos otros lugares lejanos con absoluta solvencia y no somos capaces de poner una excavadora a doscientos kilómetros de su base. Que yo sepa ninguno de esos países nos pidió ayuda. El Gobierno de la Nación creyó oportuno, en defensa de los intereses del Estado, sin consultar al pueblo, llevar a cabo operaciones de mucha mayor envergadura que la que ahora se le requiere.
Estoy convencido que las decisiones tomadas ante la oleada de incendios, tanto por las comunidades como por el Gobierno, tienen cobertura legal. Si esto es así las leyes que dan amparo a tanta desidia son ineficaces y para mi injustas. No puede ser que unas normas, supuestamente dictadas para atender al bien común, sean el escudo que ampara el desafuero de los sujetos que han de velar, precisamente, por el conjunto de la ciudadanía o bien el pretexto para la inacción o la perversa indolencia.
No es necesario adentrarnos en la teoría del derecho justo o injusto. Eso queda para los estudiosos del tema. Es evidente que hay ejemplos de normas que se han elaborado y sancionado con arreglo a los reglamentos y sin embargo han sido calificadas de injustas. Las normas aplicables al caso de los incendios reúnen todos los requisitos de legalidad pero no han servido para proteger el bien objeto de las mismas. Más bien todo lo contrario se han puesto al servicio, se han utilizado para justificar una conducta contraria al sentido común, al interés general, a la protección de la naturaleza, a la salvaguarda de la vida de las personas.
España es un país puntero en muchos aspectos. Es una potencia económica de primer nivel. Cuenta con numerosos recursos, financiados por el ciudadano. De nada sirve todo esto si las personas responsables de tomar las decisiones no están a la altura que se espera de ellos. Estamos hartos de oír hablar de competencias como si de una organización internacional se tratara. La principal competencia de cualquier servidor público, y los políticos deberían saberlo, es ejercer el poder que se ha puesto en sus manos en aras del bien común.
No es de recibo ver a tanta gente particular exponiendo su vida, para salvar lo que es de todos, mientras las administraciones se enzarzan en la aplicación de protocolos elaborados por asesores que no saben cómo se le mete el molledo al pan, que dicen en mi tierra para definir al paniaguado e ignorante que no ha hecho nada útil en su vida.
Los vecinos que religiosamente pagan sus impuestos se preguntaran, con toda la razón, para que financian a un Estado, que les abandona cuando lo necesitan, escondiéndose tras artificios legales y discusiones competenciales que solo sirven para medrar sobre parcelas de poder que únicamente a ellos les interesa.
Es la segunda vez que la tragedia nos asola y es la segunda vez que nuestros gobernantes eluden su responsabilidad amparándose en las leyes. Algo hemos hecho mal, o las leyes o la elección de nuestros políticos.
Imagen: EL PAÍS